Decía Spinoza que el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder. Es interesante esta afirmación porque nos propone el derecho como un ejercicio de empoderamiento. Tengo un derecho cuando puedo. Por lo tanto, si concebimos la democracia como un marco de derechos, la cuestión del poder no puede eludirse. Nótese que no estamos hablando de un sistema de derecho en singular. Hablamos de un sistema o marco de derechos plurales, porque más allá del derecho como mediador de justicia, la democracia debe garantizar al conjunto de la gente una serie de derechos/poderes que les permitan operar en el mundo con libertad. Pero la libertad, como el resto de derechos, también es un poder.
Para Spinoza la democracia es el modelo de sociedad más natural porque facilita mejor el incremento de nuestra potencia. La democracia, al necesitar del consenso previo para la cesión individual de soberanía, nos obliga a componernos con los demás, desarrollando nuestro conatus. Es decir, cedemos soberanía a través de consensos mayoritarios, lo que requiere que veamos al otro como alguien a quien necesitamos para aumentar nuestro poder de actuar.
Spinoza pensaba que “el gran secreto del régimen monarquico ... consiste en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el precioso nombre de la religión, el miedo con el que se les quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación...” Como Simone de Beauvoir, Spinoza pensaba que el opresor necesita del apoyo de los oprimidos para mantener su poder. En un contexto secularizado, la religión utiliza el concepto de identidad para conseguir la defensa de sus propios subordinados, y el consentimiento como un catecismo con el que el poder religioso, pero también el económico, justifica distintas formas de dominación. Sin embargo, podemos demostrar que el consentimiento es contrario a la libertad, y que por lo tanto, una vida plena, en la que desarrollar nuestra potencia, debe sobreponerse al consentimiento a través del empoderamiento. Como es habitual, nos interesan los debates en los que con más frecuencia se esgrime el consentimiento para defender la explotación: prostitución y vientres de alquiler. Pero en todo caso, queremos esbozar una breve tesis o teoría del consentimiento, que nos ayudará en el futuro a elaborar una teoría crítica del deseo.
La filósofa Celia Amorós nos recordaba que el consentimiento es una forma de gestionar nuestra impotencia. Por lo tanto, si estamos definiendo los derechos como un poder, la impotencia es aquello que aparece cuando no tenemos acceso a nuestra libertad. Un ejemplo: tengo un amigo que no bebe alcohol; cuando entramos en un bar, suele pedir agua con gas, algo que no está generalizado en los bares de Madrid; en las ocasiones en que no tienen agua con gas, para evitar el mal mayor de no beber nada, consiente en tomarse un refresco. ¿Es libre cuando consiente en tomarse el refresco? ¿O es libre cuando se dan las condiciones que hacen posible beber lo que quiere? El consentimiento es un indicativo de la falta de libertad. La libertad es un poder, y consentimos cuando no podemos, como una forma de gestionar nuestra impotencia evitando el mal mayor.
Es útil imaginar el consentimiento como una escala. Abajo del todo está el mal mayor que queremos evitar, y arriba las condiciones de nuestra potencia. Consentimos, generalmente, en un punto entre la base, donde se encuentra el mal mayor, y las condiciones de nuestra libertad. La diferencia fundamental entre las políticas regulacionistas y la propuesta abolicionista de la explotación sexual y reproductiva, es sencilla de ver en este ejemplo. Pero es una diferencia radical. El regulacionismo busca mejorar el punto de consentimiento para que la persona pueda permanecer en él en mejores condiciones. Es decir, no pretende el empoderamiento y el acceso real a los derechos, que se encuentran en la cima de la escala. El abolicionismo, por otro lado, ofrece una serie de políticas que elevan la base de la escala, hasta que el mal mayor sea, como mínimo, mejor que el punto de consentimiento y esté más cerca de las condiciones de posibilidad de nuestra libertad. Al proponer sistemas de renta garantizadas, recursos habitacionales, políticas sociales integrales, acceso a empleos dignos, acompañamiento psicológico integral, se busca elevar la base del rango de consentimiento hasta acercarla lo más posible a la libertad real. El regulacionismo es un embellecimiento de la falta de libertad, porque cuando consentimos no somos libres. El abolicionismo eleva las condiciones hasta hacer innecesario consentir en ese punto, con el objetivo final de no tener que consentir.
Ninguna sociedad democrática puede permitir que se consienta por debajo de un umbral. Y decidir ese umbral debería ser el centro del debate sobre cuestiones como prostitución, trabajo infantil, vientres de alquiler o cualquier otra actividad en la que medie el consentimiento. Mi propuesta es que hasta que se alcance otro consenso mejor, esa línea roja deben ser los Derechos Humanos. Las sociedades democráticas tienen la obligación de garantizar una vida por encima del umbral de los Derechos Humanos. Ningún mal debería descender por debajo de la línea de los derechos, entendidos estos como un poder. Por encima de estos derechos básicos, pueden aparecer otras cuestiones de carácter individual, el desarrollo de los derechos como proyectos de vida. Es aquí donde aparece el debate sobre la vida buena, que en las sociedades modernas tiende a considerarse una decisión individual. En cualquier caso, situar el umbral de los Derechos Humanos ya limita las opciones que las personas o grupos pueden defender como modos de vida buena. Nadie puede comprometer con sus deseos la potencia de los demás. Como diría Spinoza, nadie puede descomponernos con sus intereses.
Una democracia mínima debería parecerse a la figura de la derecha, que coincide con la lógica abolicionista. Esto abre todo un marco de reivindicaciones materiales y simbólicas, porque define la democracia como un sistema que debe hacer efectivo el empoderamiento de las personas, ya que en eso consisten los derechos. No caben conceptos vacíos sobre la libertad, por ejemplo, ajenos a las condiciones de posibilidad. Porque donde hay consentimiento no hay libertad.
A partir de ahora, el deseo como legitimador político debe resituarse. Si la filosofía posmoderna hizo una crítica fuerte a la noción de sujeto, por considerar éste como producto de los dispositivos discursivos del poder, el pensamiento crítico actual debe elaborar una teoría crítica del deseo. No para recuperar ningún tipo de moralismo conservador. Sino para ver hasta qué punto el deseo es también víctima de los discursos hegemónicos, y en todo caso, si es legitimador o, por el contrario, necesita legitimación. Los deseos eróticos, por ejemplo, que el psicoanálisis quiso situar en la base de nuestra identidad, no legitiman el descenso del umbral. Es muy cuestionable que sea el deseo lo que de verdad nos constituye, como si no estuvieran modulados por los dispositivos de la sociedad capitalista. ¿O acaso sueñan en Sentinel del Norte con bukkakes? A la tarea de elaboración de una teoría crítica del deseo dedicaremos buena parte del trabajo de este blog.
REFERENCIAS:
Amoros, Celia. La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias para las luchas de las mujeres. CÁTEDRA. Colección Feminismos
Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Grupo editorial Siglo XXI.
Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político. Biblioteca de los grandes pensadores.
Spinoza, Baruch. Ética demostrada según el orden geométrico. Ediciones Orbis.
Comentarios