Es creíble que el fin del mundo sea un espectáculo. No cabe duda del momento de estetización de la realidad que estamos viviendo, mediado además por un desarrollo exponencial de tecnologías comunicativas. Si el mundo acabara mañana, el hashtag de turno sería trending topic. Hemos asumido hace tiempo, como nos dice Fredric Jameson, que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, algo que tiene sus derivadas estéticas, como esta película, pero también políticas, como la gestión de la pandemia de Isabel Díaz Ayuso en Madrid. Antes muertos que social-comunistas. Sin embargo, la reciente película de Netflix nos deja una extraña sensación de inefectividad. Por algún motivo, aunque el film tenga sentido, no funciona. O sí lo hace, pero en el mismo sentido que otro clásico del mainstream apocalíptico como fue “Wall-E” de Pixar: reforzar el realismo capitalista.
Como dice Omar Little en The Wire, lo importante es que todo quede dentro del juego. “It's all in the game, yo”. El realismo capitalista no consiste en la defensa del sistema como algo positivo, sino como algo inevitable. Ni los más acérrimos defensores del neoliberalismo afirman hoy que el capitalismo es justo. Esto sería sencillamente contrafáctico. El capitalismo es, simplemente, lo único. No hay nada fuera del juego.
En este sentido, la exposición de sus miserias debe quedar también recogida en los grandes medios de comunicación de masas. Sólo estando todo dentro el realismo capitalista impide que exista un afuera del capitalismo. Y puede hacerlo porque la ideología, como de manera muy aguda nos descifró Zizek, no opera en el plano cognitivo, sino en el plano de la acción. La ideología no oculta las relaciones sociales de dominación. Lo que hace es producir y modular emociones y deseos. Si el problema fuera, como dijo Marx, que “no lo saben, pero lo hacen”, entonces la exposición de las contradicciones sería suficiente. Sería suficiente saber. Pero la cuestión es que en el capitalismo del deseo los sujetos “sí lo saben, pero lo hacen”. Nadie desconoce las guerras del coltán que hay detrás de la fabricación de nuestros teléfonos móviles. Tampoco desconocemos que el capitalismo nos conduce al fin del mundo antes que a su propio desmantelamiento. Pero saberlo no es suficiente, porque la ideología no opera ahí.
“Don't look up'' no funciona porque la mera exposición de la realidad del capitalismo no tiene ningún impacto crítico. Hace falta algo más que la exposición de sus miserias, algo que han sabido hacer, por ejemplo, Trey Parker y Matt Stone en South Park, pero que no ha conseguido la película de Netflix. Si la ideología funciona sublimando sus objetos, convirtiendo a sus figuras en la expresión difusa de lo que deseamos, entonces la de-sublimación es más eficaz que la crítica racional. Esto es lo que South Park lleva haciendo 24 años: quitarle al capitalismo lo sublime. No discute si el emperador va vestido o desnudo. Más bien se ríen de la figura del emperador, porque un tipo que necesita que los demás se consideren súbditos para existir es un personaje ciertamente ridículo. La propia figura del monarca es irrisoria si se le quita lo sublime, y entonces da igual señalar en el plano cognitivo que va desnudo. No nos importa exponer la verdad. Es un puñetero emperador, y eso es ridículo.
No es fácil desplegar estrategias críticas dentro de un sistema atrapalotodo. Pero es importante salir de algunos atolladeros clásicos, como el del racionalismo vulgar. Cuando separamos el plano cognitivo del resto de planos de nuestra percepción del mundo, nos condenamos a la ineficacia crítica y somos incapaces de entender fenómenos ideológicos como el de la presidenta de la Comunidad de Madrid. La gente de clase trabajadora que vota a Ayuso sabe lo que hace. Lo saben pero lo hacen, porque Ayuso es el “sublime objeto de su ideología”. Es una representación difusa del deseo y las emociones que la cultura de masas ha modulado. Ella articula políticamente lo que la cultura ha producido emocionalmente. Por eso señalar su incompetencia no es suficiente. Podrá ser una inútil, pero no es comunista, no es lesbiana, no es inmigrante, no es feminista. Y todo esto reunido, en un contexto de fuerte emocionalidad y crispación, se sublima en una figura como la suya.
En resumen, además de su ineficacia formal, si la película quería activar algún resorte crítico, no ha llegado muy lejos en esto. Además, es bastante aburrida. Todo lo que tiene que decir está dicho en los primeros cuarenta minutos de película (dura dos horas y veinte). Y parece que las únicas que se han enterado de que es una comedia son Cate Blanchett y Meryl Streep. Porque Di Caprio y Jennifer Lawrence hacen una muy buena actuación dramática. Por lo visto nadie les advirtió de que era una comedia.
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