"…cuando Huyssen pregunta retóricamente “por qué estamos construyendo museos como si no hubiera un mañana”, pienso si la respuesta no será que ya no podemos imaginar el mañana".
Simon Reynolds, “Retromanía. La adicción del pop a su propio pasado”
Tengo que reconocer que mi primer encuentro con un texto de Simon Reynolds tuvo bastante de retromanía. Cuando leí “Energy Flash, un viaje a través de la música rave y la cultura de baile” me parecía estar volviendo a aquellos momentos finales del fenómeno rave en Madrid. Pero si me preguntan hoy si volvería a aquellos tiempos, creo que no podría responder con un “sí” o un “no”, y esto me deja con una sensación extraña de marginalidad, porque el tiempo se ha convertido hoy en el centro de los debates culturales. Y todo el mundo parece tener muy claro cuál es la mejor relación que debemos tener con el pasado.
Tener memoria no es lo mismo que tener historia. La historia es una utopía objetivista basada en “los hechos”, pero existe como un espectro que convoca nuestra memoria. Por eso toda alusión al pasado tiene algo de melancólico. La cuestión es, entonces, definir la melancolía. Una de las propuestas interesantes del libro de Mark Fisher “Los fantasmas de mi vida” es su aportación de varias definiciones de lo melancólico. No es lo mismo la nostalgia melancólica del neo-franquismo que la reivindicación de unas condiciones de acceso a la vivienda que una vez fueron posibles y hoy han desaparecido. Los planes de vivienda social y los espacios disponibles para okupar facilitaron a la juventud de Londres o Manchester de los años 60 y 70 disponer de una parte de su tiempo para la creatividad. Estas condiciones dieron lugar a la explosión de la música popular británica de la segunda mitad del siglo XX. Hoy esas condiciones no existen y la novedad se resiente. Crear novedades desde la extenuación y la sobre-estimulación del sujeto contemporáneo es ciertamente difícil.
La hauntología de Fisher es siempre una melancolía ambivalente, un juego de espectros que nunca están del todo aquí (y quizás nunca han sido del todo), pero que de alguna manera nos interpelan o nos permiten construir nuestros espacios habitables. Por eso en Fisher la melancolía nunca es una reivindicación de los objetos de la cultura pasada, sino una invitación a pensar las condiciones en que esos objetos (novedosos en su día) fueron posibles. Esto nos importa hoy porque percibimos una cierta cancelación de la novedad, de la que da cuenta el rescate de Eurovisión, pero también la enésima película de Marvel, las revisiones de series como Cowboy Bebop o el último remake de “Los Fraggles” o “El Señor de los anillos”. Es como si, verdaderamente, estuviéramos ante el “fin de la historia”.
La ausencia de futuro parece empujarnos, por un lado, a una ansiedad futurista que se relaciona con el pasado de manera hostil, rencorosa, que sólo admite la validación acrítica de lo que nos viene dado; pero por otro lado, si el futuro se ha cancelado y el pasado es “neo-rancio”, el ansia futurista sólo puede satisfacerse afirmando el presente. Así es como nos asimilamos. Todo tiempo pasado es innombrable pero no es posible la novedad, así que tenemos un presente continuo que es una permanente repetición: bandas tributo, remakes, Eurovisión. La paradoja es que toda esta retromanía se presenta como novedosa mientras cualquier apelación a las condiciones que hicieron posible la novedad en el pasado es tachada de nostalgia. Buena parte de quienes siguen el festival de Eurovisión (programa carca por excelencia) son los mismos que llamarán falangista o rancio a quien compare los precios de la vivienda con los de cualquier otro tiempo. Y este es un fenómeno interesante. La cancelación del tiempo (futuro y pasado) adopta siempre, tarde o temprano, una forma reaccionaria. Vivimos un tiempo como pastiche. Y como dice Jameson, el pastiche es la parodia pero sin gracia. Es una distorsión tomada en serio, como hemos visto con el Benidorm Fest primero y luego con Eurovisión.
E debate está servido, y su grado de hostilidad nos da una idea de la dimensión política que adquiere todo lo relativo a la cultura. “Neorrancios”, por ejemplo, es un concepto disciplinario creado para cancelar a las posiciones críticas con el mercado en los debates culturales contemporáneos. Recoge la idea de que la crítica a la cultura de masas contiene necesariamente algún tipo de elemento reaccionario. Es obligatorio validar lo que ofrece el mercado para no ser un boomer o cualquier otro concepto edadista. Pero aunque es un concepto pretendidamente izquierdista, su argumentario contra la memoria es un esfuerzo progresista baldío. Precisamente son aquellos que nos impiden recordar el pasado los que están provocando que se nos pueda vender el pasado una y otra vez sin darnos cuenta. ¿Qué es, si no, Eurovisión?
A mí me interesa más pensar la relación compleja que se da entre el imperativo de la novedad y la validación permanente de lo mismo. Lo relevante es desentrañar los dispositivos que hacen posible que, en medio de esta exigencia permanente de novedades, lo nuevo sólo pueda articularse a través de la retromanía. Poner sobre la mesa la complejidad que permite hacer coherente esta contradicción.
Eurovisión es, en este sentido, un terreno privilegiado. Hay pocos formatos más casposos que una reunión de la música de masas en competencia nacionalista. Pero ha resucitado como forma resignificada para nuevas generaciones de espectadores. Hoy entra en los circuitos de la cultura moderna un programa cuya emisión comenzó en 1956 y que por su formato nacionalista bien podría haber surgido en pleno siglo XIX. Esta ambivalencia entre el imperativo de la novedad y la repetición constante de lo mismo hace de Eurovisión uno de los grandes fenómenos de la cultura de masas de nuestro tiempo. Pero también levanta algunas banderas rojas. ¿A quién conviene someternos a la presión constante de la novedad y a la cancelación simultanea de las novedades? No tenemos ninguna inquietud conspiranoica, pero tampoco queremos asimilarnos. Nuestra relación con el tiempo está generando una serie de cronopatologías, incluída la ansiedad y la depresión, que se levantan sobre la pinza de la exigencia de novedad y la cancelación del futuro. Y esta tensión se percibió con mucha claridad durante la emisión del Benidorm Fest. Quizás la frustración tuitera por el resultado del Festival de Benidorm tuvo que ver, sobre todo, con haber depositado expectativas irreales en un formato televisivo como ese. Hay quien esperaba una revolución feminista televisada. Pero esto no es posible: los medios de masas no van a darnos al sujeto revolucionario. Y además, las candidatas no eran tan diferentes entre sí teniendo en cuenta cuál es el objeto de consumo principal en el capitalismo contemporáneo: sexo e identidad.
Hay quien dirá que toda crítica a los formatos de la cultura de masas encierra algún tipo de elitismo, pero nosotros pensamos que es al revés. Hay un cierto elitismo en la vinculación obligatoria de las clases populares a la cultura de masas porque, mientras las clases altas tienen recursos materiales para salir de los espacios repetidos de la cultura de mercado, y pueden elegir, a la clase trabajadora se le impide salir. No hay un afuera de los espacios clonados de la cultura de masas. "Mientras que los ricos poseen los recursos materiales y culturales para desenchufarse de la deprimente banalidad de estos espacios clonados, los pobres están mucho más insertos en ellos" (Fisher). Esa es la trampa de Eurovisión: mientras se confunde cultura de masas con cultura popular, se nos obliga a la validación de toda forma cultural que provenga de los grandes medios capitalistas de promoción de la cultura. Los ricos pueden salir y entrar. Nosotros tenemos que quedarnos dentro asintiendo para no ser cancelados bajo la acusación de “neorrancios”. Pero esto es elitismo puro y duro. ¿Por qué la clase trabajadora no puede recuperar ciertas promesas en relación a la cultura y la emancipación? Las promesas, incluso las promesas del pasado, aluden siempre a un futuro todavía no cumplido. Recuperar algunas de esas promesas de democratización y justicia que aparecieron alrededor de los Estados de Bienestar no es nostalgia. Puede tener que ver con esa forma de melancolía que Fisher llama hauntología. No se trata de desplazarse a los años sesenta, sino de exigir el desarrollo de lo que fue truncado por el neoliberalismo y nunca llegó a suceder. Esas promesas son futuros perdidos. Pero esto requiere de un pensamiento crítico que huya del imperativo de la afirmación. No es posible avanzar críticamente si aceptamos y validamos cualquier novedad por el hecho de serlo. Sobre todo cuando la cancelación de la memoria permite que se nos dé gato por liebre, o novedad por retromanía.
Por eso, entre tanto ruido y con una tensión creciente en relación al tiempo, se hace cada vez más difícil articular políticamente el presente desde una perspectiva ambiciosa de cambio social. Quizás por eso, una cierta izquierda que no acierta a situarse ante las dificultades para articular el presente, ha encontrado en la cancelación del tiempo su único subterfugio cultural. Pero si me preguntan a qué izquierda nos referimos- si a la woke o al nuevo jacobinismo-, la respuesta es sí. Cada una lo hace a su manera. Pero necesitamos otra cosa. Frente al asimilacionismo de los perezosos culturales woke y a la reacción jacobina (que además de absurda es imposible), tenemos que reivindicar una relación distinta del sujeto con el tiempo. Una relación que recupere del pasado las promesas y procesos de democratización y justicia que interrumpió el neoliberalismo postmoderno, pero que ya no puede hacer como si la posmodernidad no hubiera pasado por aquí.
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