El mundo interno está lleno de fantasmas y fuegos fatuos.
Friedrich Nietzsche,
El crepúsculo de los ídolos
En el “Crepúsculo de los ídolos”, Nietzsche nos advertía sobre los cuatro grandes errores. Tres de ellos tienen que ver con algún tipo de perversión del principio de causalidad. La moral, nos dice, se basa en la “psicología del error” mediante la cual “la verdad es confundida con el efecto de lo creído; o un estado de conciencia es confundido con la causalidad de ese estado”. Cuando miramos en nuestro interior, no encontramos nada parecido a un sentimiento de nosotros mismos. Nadie ha vivido jamás algo parecido a “sentirse Raúl”. Lo que nos sucede es que, como también nos advierte Nietzsche, “el reducir algo desconocido a algo conocido alivia”, porque con lo desconocido aparece el miedo, y esto hace que prefiramos una mala explicación a ninguna explicación. Se nos ofrecen explicaciones que aceptamos como verdaderas, y después de aceptarlas, las convertimos en causa, cuando en realidad son consecuencia.
En lo que tiene que ver con la identidad, las explicaciones elaboradas en el capitalismo posmoderno son víctimas de un psicologismo que pensábamos haber superado hace tiempo, pero que conviene, a la luz de los acontecimientos políticos, seguir desmantelando. El mundo no se estructura como consecuencia de los procesos en la mente de un sujeto plenamente autónomo, cuyos instintos son reprimidos por el poder. El poder es productivo, y nos constituye también como sujetos deseantes y como esa especie de “yo” psicológico que subyace en los conceptos neoliberales de identidad. Para esos poderes productivos del capitalismo del deseo, es funcional convertir la identidad en objeto, es decir, en algo que es aprehensible y cognoscible por un sujeto, porque entonces puede ser monetizable. Objeto de pensamiento y objeto de consumo. En un sistema económico, que como dice Alicia Puleo, tiene a la transgresión como principio rector, algunos mensajes sobre lo que es la identidad son particularmente dóciles con el sistema. Pero serían en todo caso aceptables si, aunque funcionales para el poder, fueran ciertos. Pero no lo son. La identidad no es un objeto que pueda ser pensado o percibido, sino, en todo caso, un horizonte de sentido. Pero como todo horizonte, no es algo objetivable ni aprehensible.Vamos con la explicación.
En un sistema económico, que como dice Alicia Puleo, tiene a la transgresión como principio rector, algunos mensajes sobre lo que es la identidad son particularmente dóciles con el sistema.
El capitalismo se articuló sobre la idea de sujeto autónomo. Esta idea, junto con el dualismo cartesiano, herencia del platonismo y de la historia del cristianismo, sirvió como legitimador de la explotación de la fuerza de trabajo y previamente de los procesos de acumulación originaria. La idea de una identidad que, por un lado, establece una unidad del “yo”, pero que por otro lo desliga de lo corporal, como si lo que somos fuera algo sentido, una especie de alma/mente que tiene un cuerpo, permite el paso de la esclavitud al trabajo asalariado. Un empresario puede comprar mi fuerza de trabajo y no estar con ello comprando a un ser humano si, y sólo si, el ser humano es un ente distinto de su cuerpo o de sus actos. En el mundo contemporáneo, en pleno auge del capitalismo del deseo, se refuerza el esencialismo cartesiano con la idea posmoderna de identidad. Esta idea, en el fondo, es una adaptación del psicologismo de finales del siglo XIX junto con la hipersexualización de la identidad que aportó el psicoanálisis. Y no es casualidad que, en un capitalismo deseante, la sexualidad esté casi totalizando las definiciones de identidad. Se está produciendo una “deshistorización” de la sexualidad, al mismo tiempo que se propone la sexualidad como un eje fundante de la identidad. Es decir, se está asumiendo la identidad como algo ahistórico, como si la misma idea de identidad no tuviera una historia. Lo que hoy llamamos identidad es el resultado de nuestro contexto sociopolítico y cultural. La sexualidad, que no es lo mismo que la orientación sexual, también es el resultado de un proceso sociohistórico que negocia con nuestra individualidad. No es una “cosa” que se pueda objetivar y esencializar hasta convertirse en un fenómeno de nuestra percepción mental. Es una praxis motivada, pero no un fenómeno o un objeto al que de manera reflexiva pueda ver en su totalidad dentro de mí mismo. La identidad como objeto sentido o pensado no existe. Mi hipótesis, que veremos al final del texto, es que la identidad, en todo caso, puede explicarse como un horizonte de sentido. Lo importante, en todo caso, es que la constitución de un sentido no es la constitución de un objeto.
Cuando alguien se piensa a sí mismo, ¿quién es ese alguien? ¿Y quién ese sí mismo? ¿Cómo se produce el desdoblamiento?
Cuando se define la identidad como objeto, como un “algo” concreto, como “cosa” que podemos conocer, reivindicar y regular por ley, caemos en el dualismo radical de las filosofías del sujeto. ¿Quién es ese yo que conoce su identidad-objeto? ¿Hay un yo pienso que piensa la identidad? ¿Es la identidad la que se piensa a sí misma? Cuando alguien se piensa a sí mismo, ¿quién es ese alguien? ¿Y quién ese sí mismo? ¿Cómo se produce el desdoblamiento? ¿Que parte de la dualidad sujeta el espejo? Esa cosificación de la identidad nos devuelve a las tesis del cogito que queremos superar.
En todo caso, el concepto de identidad como referencia a una conciencia plena y completa de uno mismo es de producción reciente. Ha sido la sustitución chapucera tras la “muerte del sujeto” La propia percepción de nuestro ser como algo separable del mundo es el resultado de un proceso histórico que empieza a intuirse en los relatos homéricos, en el siglo V a.C, pero que no se articula hasta Platón. Antes de esto, aunque a quienes vivimos en el siglo XXI nos resulte difícil de imaginar, no era pensable un “yo” plenamente separado del mundo. Nos recuerda Esteban A. García: “ La gestación de un sentimiento de sí mismo como separado de los otros parece ser un lento proceso histórico paralelo al del dualismo cuerpo-alma, y deudor de los cambios políticos y económicos que desembocarán en la justicia estatal de la polis que asegurará la propiedad privada”. Esta “interiorización” de la conciencia parece estar ligada a la necesidad jurídica de establecer la culpa distinguiendo lo intencional de lo no intencional. La psykhé, originalmente el último aliento, lo que el héroe pierde con la muerte, pasó a significar siglos más tarde, a través de las ideologías que no aceptaban la muerte como final, lo que prevalece después de la muerte. Se constituye entonces una entidad de la que el individuo es una especie de propietario y que a la vez le constituye en su ser más profundo. Estas creencias generalizan la idea de que existe en cada persona un ser profundo que precede a la existencia o, al menos, la desborda. Estamos hablando de un proceso político y filosófico que tiene que ver con la emergencia de la polis como organizadora del orden basado en la propiedad privada y la culpa, y de la emergencia de las creencias en otra vida que impregnan las religiones monoteístas del siguiente milenio.
Con Descartes tenemos, probablemente, el primer acercamiento a una identidad reflexiva con su ego cogito. El filósofo francés considera que la percepción de uno mismo como sustancia pensante es la primera evidencia clara y distinta del mundo. Pero tambíen se agudiza la separación tajante entre mente y cuerpo de la que ya hemos hablado. Para Spinoza, sin embargo, somos un modo de la sustancia única e infinita que es Dios o la naturaleza (Deus sive natura), y como el resto de modos, estamos definidos por nuestro conatus, nuestra tendencia natural a preservarnos en el mundo y aumentar nuestra potencia, pero no existe un “yo” como sustancia distinta del mundo, y mucho menos del cuerpo. En Hegel vamos a tener una identidad dialéctica, en la que la alteridad aparece por primera vez problematizada (la dialéctica del amo y el esclavo). La identidad no aparece como una categoría psicológica hasta finales del siglo XIX, y se refuerza con el psicoanálisis, pero ni siquiera es nombrada de esta manera. La antropología asume una parte del giro psicologizante en un primer momento, pero hoy nos muestra el etnocentrismo del concepto de identidad como esencia o totalidad del yo. Esta identidad sólo es pensable a partir del giro antropocéntrico de la modernidad, que sólo nos compete a los occidentales en términos culturales. Hasta que no se da el giro copernicano del objeto al sujeto en Kant, o un poco antes con la introducción del cogito cartesiano, el principio de identidad no podía psicologizarse. Por ejemplo, los Tiv, en Zambia, no entienden el concepto de fantasma porque no asumen la identidad individual de las almas. Existe una realidad trascendente para ellos, pero totalmente colectiva o a-identitaria. Los antepasados son un todo porque no existe una identidad individual que pueda trascender la realidad formada por los seres del mundo. Ni siquiera el ego cogito de Descartes, y su distinción con lo corporal, pudo implantarse sin más, al tener la crítica radical de Hume o de Spinoza. Es interesante la impugnación de Hume, para quien nuestra “identidad” es una ficción, ya que no somos más que un “haz de percepciones” que adquieren sentido por la memoria. Es decir, este intento de plantear la definición de identidad con un sentido unívoco, como se hace desde la política, es una trampa. El concepto identidad tiene, como diría Foucault, su genealogía, que se remonta al siglo VI a.C. ¿Por qué en el capitalismo del deseo la identidad aparece como un concepto psicológico, es decir, individual, ligado, además, al deseo psicoanalíticamente conceptualizado? ¿Por qué esta tendencia a definir la identidad como un flujo que puede separarse del cuerpo, de manera que explotar/mutilar un cuerpo no signifique explotar/mutilar a un ser? Explotación laboral, prostitución, vientres de alquiler, experimentación clínica con menores con disforia… Esto es cartesianismo dogmático, justo aquello que el diálogo filosófico del siglo XX ha intentado superar.
Mi hipótesis es que el ser humano no es una sustancia distinta del mundo. Podríamos explicarlo en términos Spinozistas como una existencia distinta desde el punto de vista modal. Pero no es motivo de este texto producir un debate ontológico, no sería posible por espacio, aunque esta propuesta epistemológica lo presuponga. No somos algo esencial o etéreo que tiene un cuerpo. Sencillamente somos, y el cuerpo y el pensamiento son dos modos de nuestra única existencia, como el H2O y el líquido que bebemos son dos modos de decir el agua. El cuerpo que somos nos abre al mundo. El pensamiento que somos es otro modo de decirnos. Nuestros sentimientos tampoco están separados del cuerpo, como están demostrando los trabajos más desarrollados en neurobiología. Cuerpo y pensamiento son distintos modos de ser, no dos sustancias distintas. El hecho de que podamos razonar una diferencia entre un modo y otro tiene que ver con que nuestra apertura al mundo, nuestro contacto con las cosas, siempre es contacto con algo y siempre se da en situación. Existimos de forma concreta, y esto nos permite trazar, desde nuestra experiencia acumulada del mundo, horizontes de sentido. Experimentamos la pluralidad, que adquiere sentido en horizontes significativos que construimos pero que están mediados por nuestra cultura. Mi intención en este texto es reformular la identidad como horizonte de sentido, pero no como la expresión o el sentimiento de una suerte de totalidad que somos. De este modo, podemos relativizar la sobrecarga etnocéntrica e identitaria de la política contemporánea, que en la medida en que asume sin cuestionar las significaciones hegemónicas sobre la identidad en occidente, deja de merecer su consideración de crítica.
No existe un sentimiento de lo que somos. No ocurre nada parecido a un sentirse Raúl
No podemos sentirnos Ser. No existe un sentimiento de lo que somos. No ocurre nada parecido a un sentirse Raúl. Lo que sentimos es la fricción con el mundo, nuestra apertura a un mundo del que, además, somos parte y no tenemos una diferencia sustancial con él. Es nuestra experiencia del mundo la que, junto con la cartografía de ese modo de ser en el mundo que es nuestro cuerpo, genera emociones y sentimientos de esas emociones. Pero esas emociones y sus sentimientos concretos sólo pueden esencializarse a través de un ejercicio de abstracción nominalista, de una falsificación. Es decir, que podamos esencializar en el pensamiento nuestra historia personal y adjudicarle el nombre de identidad, no hace que esa abstracción comience a existir. Nos dice Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción que “tengo tanta constancia de ser el verdadero sujeto de mi sensación como de mi nacimiento o de mi muerte”. Pero el nacimiento y la muerte no se nos presentan como experiencias, sino como horizontes pre-personales: “sé que uno nace y muere, pero no puedo conocer mi nacimiento y mi muerte. Como toda sensación es, en rigor, la primera, la última y la única de su especie, es un nacimiento y una muerte. El sujeto que la experimenta comienza y acaba con ella”. No hay un sentimiento de totalidad de lo que somos o una identidad, sino como mucho un horizonte de sentido que se expresa en cada contacto intencional con el mundo.
Pero sentido y sentimiento son dos cosas distintas. Puedo darle un sentido al sexo. El patriarcado lo ha hecho y lo llamamos género. Y puedo imponer una normativa que dé cuenta de ese sentido. Podemos también ejecutar los mandatos de esa normativa o no. Pero no podemos sentir el ser de ese sentido. Yo no puedo sentir la masculinidad. Sencillamente porque no podemos sentirnos Ser en mayúscula. Podemos sentirnos siendo en el mundo, pero esto siempre es un acontecimiento, un evento, un momento concreto en el que nos abrimos a la experiencia del mundo. La idea de totalidad de lo que somos, la idea de identidad, es sólo un horizonte significativo, no un sentimiento de Ser. No tenemos una identidad más que como un horizonte de sentido, que no de sentimiento.
No podemos mirar una palabra sin leerla. Nuestra experiencia siempre es la experiencia de un sentido en las cosas
No hay nada en nuestra experiencia del mundo que nos haga sentir lo que somos. Sólo hay un contacto inmediato con el mundo. Lo que sucede es que nuestra apertura al mundo tiene siempre una intencionalidad significativa, que además está mediada por nuestra cultura. No podemos mirar una palabra sin leerla. Nuestra experiencia siempre es la experiencia de un sentido en las cosas, no de las cosas mismas. La ficción de la identidad consiste en esencializar lo que en realidad no es más que un horizonte parcial, variable, que se encuentra en el cruce de nuestra biología, nuestra biografía y nuestra reflexión. El invento posmoderno de la identidad consiste en convertir ese horizonte significativo en esencia sentida. Pero esto es una ficción. Sencillamente no ocurre. “El mundo no es lo que yo pienso, sino lo que yo vivo” (Merleau-Ponty). La existencia de un horizonte de sentido llamado identidad, es el resultado de los dispositivos discursivos del poder que pretendemos subvertir. Y por lo tanto, la identidad, que juega un papel funcional en el capitalismo del deseo, no puede ser un elemento emancipador. La identidad es la unidad deseante en el capitalismo del deseo.
Sólo concebida como un horizonte de sentido que es parcialmente producido por el poder, podemos percibir la dimensión real del concepto de identidad. La identidad es una matriz desarticulada para la adquisición de sentido de nuestra experiencia del mundo. Toda esencialización recoge los objetivos del poder. Entender la identidad como un sentimiento de lo que deseamos ser como totalidad, es funcional en el capitalismo del deseo, que requiere de unidades deseantes (identidades), y legitimaciones individuales y pre-políticas: el deseo. Por eso acude al psicologismo y lo pervierte. Los horizontes de sentido no son lo que somos. Son aquello con lo que logramos darnos sentido coyuntural a lo que somos y lo que nos permite una primera intuición significativa del mundo al que nos abrimos. Pero su elaboración está mediada por la cultura y todos sus dispositivos. Como todo horizonte, no es universal sino relativo, pero funciona como límite de nuestra apertura al mundo. Funciona como un organizador que aporta coherencia a nuestra existencia concreta en un contexto determinado. Pero en la medida en que están mediados por la cultura y sus dispositivos, no podemos asumirlos de manera acrítica. No son el mal. Pero merecen una reflexión.
En el contexto posmoderno, algunos horizontes se han esencializado, lo que es contrario a su propia definición. Un horizonte nunca puede fijarse. Se mueve con nosotros, delimitando nuestro marco de sentido y a la vez ampliándose desde nuestra posición concreta, contribuyendo la memoria y nuestra socialización, junto con las limitaciones materiales que nos imponen nuestra situación. Por eso, ese horizonte que nos permite construir sentidos sobre nuestra existencia, es siempre precario, se da entre la tensión de mi agencia con mi contexto y mi socialización. No me constituye, sino que me explica, y siempre parcialmente. Por eso la identidad no es lo que somos. Nos permite apuntar hacia una coherencia siempre débil cuando queremos explicar lo que somos de manera narrativa. Pero ni siquiera es la narración, sino su horizonte significativo.
Virtualidades positivas:
Para no hacer demasiado largo el texto, y porque supongo que necesita un tiempo de digestión, sólo voy a apuntar algunas posibilidades positivas en relación a los problemas identitarios con los que tiene que lidiar hoy la izquierda. Quedan aquí apuntados brevemente para desarrollar, si resultan de interés, más adelante. El punto de partida es que los problemas de inclusión de identidades están mal planteados. No hay un problema de exclusión sino de sobrecarga identitaria.
Todo horizonte está recortado y por tanto conformado por lo otro, y lo incluye. Frente a lo idéntico (de donde procede la identidad), que se define por la exclusión de la diferencia, los horizontes de sentido son constituidos de manera relacional entre el individuo y los otros. Todo horizonte es resultado de mi situación real y corporal en el mundo. Pero esta situación es, por un lado, el resultado de un proceso sociohistórico que me ha hecho llegar hasta aquí, en el que he sido junto a otros; y por otro, lo que aparece detrás de las figuras que conforman mi contexto y es el resultado de sus siluetas. El horizonte siempre se compone con los otros.
Si la identidad es un horizonte, entonces el debate sobre la inclusión de una identidad en un sujeto es irrelevante, porque los sujetos y las identidades no se contienen. Se atraviesan y se desbordan. Por delante de mi horizonte, están presentes siempre los otros, participantes de distintos sujetos. Estos otros, considerados de manera concreta, tienen horizontes parcialmente coincidentes con el mío, pero no como resultado de nuestra inclusión en el horizonte de significados, sino por compartir el campo vivencial. Las personas no nos incluimos, nos experimentamos vivencialmente. Esto supone que nuestros horizontes, en la medida en que son el fondo significativo de nuestra subjetividad, tienen puntos coincidentes, pero no tiene sentido que se incluyan, no es posible. Si me paro frente al mar mirando el horizonte junto a otra persona, ambos tendremos un horizonte propio y una subjetividad, que depende de nuestra perspectiva concreta. No necesitamos compartir horizonte para experimentarnos como un acontecimiento vivido. La ventaja de que la identidad no tenga un sentido fuerte y esencialista, sino más bien un sentido débil y orientador, es que no necesita imponerse al otro para tener una experiencia vivida del otro. Como consecuencia de esto, la constitución de sujetos colectivos a partir de análisis y agenda, y las cuestiones identitarias, ahora fuertemente debilitadas, no son cuestiones comunes. No es posible constituir sujetos colectivos desde la identidad porque la identidad no es objetivable ni subjetivable (porque no puede ser nunca un objeto que percibimos ni pensamos). Y porque el grupo de idénticos es, por definición, excluyente, ya que sólo puede ser idéntico el que no es diferente. Como decíamos más arriba, el problema del sujeto no tiene solución en el reconocimiento de las identidades, sino en el debilitamiento del concepto de identidad.
Al contrario de lo que nos dicen desde las instituciones gubernamentales en España, el debate sobre la identidad no está enconado por la falta de reconocimiento de la ficción identitaria, sino por la definición esencialista que algunos activismos y grupos paraministeriales hacen de la identidad. Si se abandonan las posiciones duras de “filosofías del sujeto” o del “cogito cartesiano” que mantiene el activismo queer (y que no dejan de ser una incoherencia con su propio discurso académico), y se aprovecha el rico debate filosófico que se ha producido en el siglo XX para superar estas tesis fundantes del capitalismo occidental, podemos aspirar a confluencias de intereses sociales y políticos muy amplias. Pero desde una ficción de la identidad para la constitución de grupos de idénticos, es decir, de grupos excluyentes de la diferencia como plantea el activismo queer, no es posible más que la fragmentación hasta el individualismo.
REFERENCIAS Y SUGERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
De Judith Butler, en este caso es especialmente interesante Mecanismos psíquicos del poder. Aunque pueden encontrarse críticas al concepto de identidad en el capítulo primero de El género en disputa.
Michel Foucault, Vigilar y castigar; Historia de la sexualidad Vol 1.
Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción.
Esteban A. García, Maurice Merleau-Ponty, filosofía, corporalidad y percepción.
Laura Bohannan, Shakespeare en la selva.
Friedrich Nietzsche, casi toda su obra, pero para este texto, El nacimiento de la tragedia, Crepúsculo de los ídolos, La genealogía de la moral y El Anticristo.
Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico
David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Investigación sobre los principios de la moral. Aunque la cita es del Tratado sobre la condición humana.
Luis Sáez Rueda, Movimientos filosóficos actuales.
Diego Sánchez Meca, Introducción a la teoría del conocimiento
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