Hace unas décadas empezó a hacerse popular en los movimientos alternativos una reflexión: la igualdad hace perder diversidad. Las políticas igualitarias, desde esta hipótesis, conducen a sociedades más homogeneizadas, en las que la diferencia queda anulada en favor de un universalismo igualitario, de origen ilustrado, que no contempla las diferencias esenciales entre individuos. Esta mala lectura de las filosofías post-metafísicas, ha derivado en las últimas décadas en la sustitución de las políticas de igualdad en favor de las políticas de diversidad, lo que ha conducido a una enorme sobrecarga identitaria. La realidad es que en las últimas cuatro décadas, con la expansión del capitalismo del deseo, las sociedades son cada vez más desiguales. Sin embargo, cuando hace décadas en España veíamos “Farmacia de guardia” en Estados Unidos, por ejemplo, veían “Seinfeld”. Pero en este momento la serie más vista en todo el mundo es “Gambito de dama”, también en España y Estados Unidos. La realidad es tozuda y no parece que la igualdad y la homogeneización tengan una relación causal. Las políticas igualitarias han perdido peso y simultáneamente hemos perdido diversidad. Parece que alguien se equivocaba, pero ¿en qué consiste el error?
Nos cuenta Nancy Fraser que durante décadas las reivindicaciones de justicia social y democracia giraron alrededor de las políticas de redistribución. Algunas articuladas de manera sistémica, otras más parcializadas, pero casi todas alrededor de este eje. Explica cómo a partir de la década de los 70, y de manera más generalizada desde los 80, los movimientos sociales operaron un desplazamiento hacia las reivindicaciones de reconocimiento. Su planteamiento se sostenía en la idea de que las políticas igualitarias homogeneizan a los individuos, lo que para algunos colectivos, que veían su situación como una pérdida de estatus y no de redistribución, era inaceptable. Desde entonces el problema es, como dice Fraser, bidimensional: incluye redistribución y reconocimiento. Estas tesis tienen precedentes teóricos, como siempre, de los que sólo daremos algunas referencias. Es evidente que la metafísica de la diferencia de Deleuze, las críticas al sujeto de Foucault y el espectro posmoderno derivado tuvo una influencia importante. La constatación de la finitud de la razón de las filosofías post-metafísicas, como la de Heidegger, contribuyeron al debilitamiento de “lo universal”, lo que condujo a una atención, por lo tanto, de lo diferente. Pero sería un error considerar la derivada posmoderna como la única derivada posible de las filosofías post-metafísicas. La ausencia de un fundamento último en el plano metafísico y en el político tiene virtualidades positivas que podemos tratar en otros artículos.
En cualquier caso, lo que ha ocurrido cuando se ha querido articular la diferencia políticamente es que se ha confundido lo igual con lo idéntico, y desde esta confusión se ha producido una articulación fallida que ha conducido a una sobrecarga identitaria, tanto de derechas como de izquierdas. Por lo tanto, tenemos que deshacer el enredo volviendo a la definición de igualdad. La hipótesis que planteo dice lo siguiente: son las políticas de igualdad y no las de diversidad las que mejor garantizan el reconocimiento de la diferencia. Vamos a ello.
En filosofía decimos que algo es apodíctico cuando es así de manera necesaria y no puede no ser. Por ejemplo, si hablamos de un triángulo, que la suma de sus ángulos es ciento ochenta grados forma parte de la definición del triángulo de manera apodíctica. No puede ser de otra manera. Del mismo modo, la definición de igualdad contiene la diferencia de manera apodíctica, es decir, sólo puede ser igual lo que es diferente, porque lo que no es diferente es idéntico. Un grupo de iguales está compuesto por elementos que, siendo diferentes, en alguna variable tienen el mismo estatus. Por ejemplo, cuando decimos que toda la ciudadanía de una ciudad es igual, queremos decir que son diferentes, porque si no lo fueran no serían iguales sino idénticos, pero que tienen el mismo estatus de ciudadanía, lo que les confiere derechos y deberes similares. El alumnado de una clase forma un grupo de iguales porque cada miembro es diferente pero todos tienen el mismo estatus de alumnado, lo que conlleva una serie de consecuencias de redistribución y reconocimiento en el aula.
Hay ejemplos históricos de lo anterior que, aunque problemáticos, merece la pena señalar. No estamos afirmando que toda política de la diferencia suscriba los términos de estos ejemplos, pero nos sirven para evidenciar cómo las reivindicaciones de diferencia no contienen la igualdad necesariamente y pueden ser excluyentes y anuladoras prácticas de la diferencia para quienes no pertenecen al grupo de idénticos. Porque la primera gran articulación política de las reivindicaciones de la diferencia tiene lugar con el fascismo de Mussolini y el nazismo en los años veinte del siglo pasado. El nacional-socialismo fue la elaboración práctica del derecho a la diferencia del pueblo alemán, lo que no condujo a una mejora en términos igualitarios, como es obvio, pero tampoco se tradujo en un aumento de la diversidad interna, ya que la identidad se conforma excluyendo la diferencia. En el contexto actual, como es evidente, la reivindicaciones del derecho a la diferencia no tienen la dimensión genocida del nazismo. No es esto lo que queremos decir. Pero la sobrecarga identitaria alrededor de las diferencias, al verse frustradas por políticas de diversidad que no resuelven, ni pueden resolver, los problemas que pretenden abordar, está contribuyendo a una polarización cada vez más cargada de violencia. Es muy visible en las políticas de la diferencia de la extrema derecha en Europa (el Brexit, por ejemplo), pero también en algunos activismos de izquierdas (como el activismo queer).
Lo anterior nos sitúa frente a la hipótesis de que son las políticas de igualdad las que pueden articular la diferencia. Las políticas de identidad polarizan porque para fijar el sujeto de las políticas tienen que objetivar la exclusión de las diferencias. Pero como esto es contrario a su propia lógica, al menos en los activismos de izquierdas que asumen la crítica al sujeto, derivan en la frustración. Comparto con Nancy Fraser que el problema en términos de justicia social es bidimensional. Es decir, hay grupos para los que el problema de justicia es de diferencia de estatus, por tanto de reconocimiento de la diferencia, y no de redistribución de recursos materiales. Pero no comparto que por ser un problema bidimensional la solución tenga que ser simétrica en términos de igualdad y diferencia. Es más, como hemos visto, la articulación de la diferencia desde la identidad deriva en una atomización que solo se resuelve en el individualismo o el totalitarismo, porque lo idéntico sólo puede conformarse desde la exclusión.
Dicho lo anterior, tenemos que reconocer que los movimientos que tradicionalmente se han vinculado a las políticas de igualdad se han centrado casi exclusivamente en desarrollar una parte de la definición. Han compartido en el fondo la definición parcial de la igualdad que sirvió a los movimientos por el reconocimiento para acusar al igualitarismo de no contener sus necesidades respecto a los fallos de estatus. En este sentido, además de la crítica al identitarismo, que podría ser resuelta en parte por las tesis de Fraser de sustitución de la identidad por el estatus, tenemos que hacer una crítica a ese igualitarismo que por confrontar contra el reconocimiento ha terminado por mutilar la definición de igualdad, aceptando el marco de debate que ha impuesto su oponente.
El reto, por lo tanto, es reconocer la definición de igualdad que contiene la diferencia de manera apodíctica, para abordar desde ahí los problemas de redistribución y reconocimiento, sustituyendo el marco por el de igualdad o diferencia. La virtualidad de esta propuesta permite articular una idea de justicia que, aunque mantiene el análisis bidimensional, no se plantea la simetría entre igualdad e identidad para abordar la justicia. Porque, ¿qué reconocen las políticas de reconocimiento? ¿Es legítima toda diferencia? ¿Es posible establecer un criterio a priori que anticipe la legitimidad o falta de legitimidad de las reivindicaciones de reconocimiento de manera definitiva en sociedades complejas? En mi opinión no es posible, en sociedades complejas, establecer un criterio a priori que nos permita validar de antemano las reivindicaciones de reconocimiento de la diferencia actuales y sobrevenidas. Vivimos en un mundo demasiado complejo para apriorismos semejantes. Por eso mi tesis dice que toda sustitución de una política de igualdad por una de diferencia debe ser justificada en cada caso. Como criterio general, las políticas de igualdad tienen prevalencia sobre las de diferencia. Es decir, la carga de la prueba para la sustitución de la igualdad por el reconocimiento de la diferencia recae sobre quienes proponen la sustitución de las políticas igualitarias, y debemos valorarlo en cada caso. En ausencia de un criterio universal de legitimación será cada caso concreto, con la carga de la prueba en quienes proponen el reconocimiento de su diferencia, lo que debe ser valorado en términos de justicia social. Es decir, la igualdad prevalece sobre la diferencia como criterio general excepto que se justifique adecuadamente lo contrario, ya que la diferencia está contenida en la igualdad de manera apodíctica.
Esto no quiere decir que no sean legítimas las reivindicaciones de reconocimiento. Pero dado que lo igual contiene lo diverso, estas reivindicaciones deben articularse de forma prioritaria desde las políticas de igualdad. Son las políticas de identidad las que, por su carácter excluyente, deben soportar la carga de la prueba cuando pretendan sustituir a las políticas de igualdad que, por definición, son inclusivas y contienen la diferencia.
En relación a lo anterior, en cada caso, las políticas de la diferencia deberían mantener la igualdad a la vez que amplían la diversidad por encima de la política igualitaria que pretenden sustituir. Es decir, sólo sería legítimo sustituir una política de igualdad por una de reconocimiento si esta última garantiza un grado semejante de igualdad y a la vez resuelve mejor los problemas de estatus.
Pero las políticas igualitarias deben atender también en todos los casos las reivindicaciones de estatus. Es decir, si asumimos la inclusión apodíctica de la diferencia en la definición teórica de igualdad, tenemos la obligación práctica de articular la totalidad de esa definición. El igualitarismo no puede quedarse en el frentismo porque, nos guste o no, el problema es bidimensional, como plantea Nancy Fraser. Ante reivindicaciones legítimas de reconocimiento de la diferencia, las políticas de igualdad deben desplegarse en toda la amplitud de su definición, para contener de manera práctica lo que ya contienen de manera teórica.
Conclusiones
- La igualdad contiene la diferencia por definición. Hemos vivido una confusión entre lo igual y lo idéntico.
- Lo idéntico se define por la ausencia de diferencias.
- No es posible establecer un criterio a priori en sociedades complejas para establecer la legitimidad de las exigencias de reconocimiento.
- Las políticas de igualdad deben prevalecer en la medida en que no se justifique, en cada caso, la legitimidad de sustituirlas por una política concreta de diferencia.
- Los grupos que defienden el igualitarismo tienen la obligación de articular políticamente la igualdad de forma que recoja en la práctica el reconocimiento de la diferencia que contiene de manera teórica.
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